Los oricios son la joya de la corona, un manjar cuya transformación gastronómica es más que evidente.
Con pocos productos como con este se da una circunstancia extrema del todo particular como es que compartan mesa quienes recuerdan, y no se cansan de repetir cada temporada, los años en que su generación se acercaba al litoral y los recogía a paladas, y quienes, expertos en saborear los oricios que llegan a Asturias procedentes de otras regiones, gustan saborearlos en recetas más complejas. En común, su disfrute cada invierno cuando empieza la temporada.
Los que los cogían a paladas en los años 60, 70 y 80 también cuentan que muchos no llegaban ni a guardarlos en la bolsa porque se los comían directamente. Los equinoideos, vamos, lo que muchos conocen como erizos de mar y en estas coordenadas acostumbramos a llamar arcinos u oricios, no requieren de ningún añadido para ser un bocado gozoso, solo un poco de maña para sacar de su interior las preciadas gónadas o yemas. Hay quien los adereza con zumo de limón o, más recientemente, de lima, pero este paso no es imprescindible.
La tradición también apuntaba a comerlos cocidos, una elaboración que no exige gran dedicación. Basta con poner un poco de agua a calentar en una pota y cundo esté a punto de romper a hervir, introducir los oricios con la boca hacia arriba. Es fundamental que sea así para que no les entre mucha agua y pierdan su potencia gustativa. Tenerlos un par de minutos cociendo será suficiente. Luego, habrá que dejarlos enfriar para poder abrirlos, proceso para el que se requiere la ayuda de un paño que reduzca la intensidad de las púas y nos facilite clavar el cuchillo o la tijera en un extremo y girar para disfrutar de su interior, que es lo que interesa. Una cucharita permite hurgar en el interior del caparazón: la parte comestible se extiende en forma radial en cinco masas glandulares que son las gónadas.